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CAÑETE, Carlos, Cuando África comenzaba en los Pirineos. Una historia del paradigma africanista español (siglos XV-XX), Madrid, Marcial Pons, 2021, 379 pp.
Al-Andalus Magreb, vol. 28, núm. 1, pp. 1-5, 2021
Universidad de Cádiz

Reseñas

Al-Andalus Magreb
Universidad de Cádiz, España
ISSN-e: 2660-7697
Periodicidad: Anual
vol. 28, núm. 1, 2021

Recepción: 25 Mayo 2021

Aprobación: 26 Mayo 2021


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

El hilo conductor de esta obra es el “vínculo histórico entre las comunidades peninsulares y las norteafricanas” (p. 15) que comienza a desarrollarse a partir del siglo XV, por necesidades del incipiente imperio español, y que se extiende hasta mediados del siglo XX, ofreciendo así “una historia del paradigma africanista”. El texto está dividido en siete capítulos que van presentando de forma temporal la justificación de este “vínculo histórico” a partir de la historiografía y la antropología principalmente.

El primer capítulo se centra en los siglos XV y XVI. Es interesante destacar aquí la reflexión sobre la Antiquitatum Variarum (1498), escrita por Annio de Viterbo, basada en falsificaciones de autores de la Antigüedad, con las que su autor quería justificar los orígenes de las monarquías europeas (p. 22); esta justificación debía de liberarse de cualquier conexión con un pasado grecorromano, centrado en lo italiano, para dejar así libre a estas monarquías de cualquier intromisión. La historiografía hispánica estuvo marcada por los judeoconversos, que otorgaban a la Península “un fondo cultural hebreo frente a una Roma que se identificaba con la destrucción de Jerusalén” (p. 24); pero también por aquellos que querían desmarcarse de la concepción bárbara impuesta desde Italia, situando para ello a Túbal, hijo de Jafet y nieto de Noé, como el padre de los primeros pobladores, los cetúbales. Más tarde aparecerá la figura de Hespero, que reinó en Italia y España, llamándose la Península Hesperia; luego fue llamada Iberia, por los iberos. Aunque otros –como Nebrija– discuten el orden, diciendo que fue primero Iberia, luego Hesperia y más tarde Hispania. Y así, los Reyes Católicos “serían los encargados de restablecer la ‘totalidad’ de España a su estado primigenio” (p. 33). A esta visión habría que asimilar los pueblos y territorios recién conquistados en el “Nuevo Mundo”, llegando a relacionar lo morisco y oriental con lo americano y a reconstruir –como lo haría Las Casas (p. 59)– el mito de la Atlántida apoyándose en Platón. El autor hace un repaso a las distintas crónicas de la época y va desgranando esta teoría mítica y otras que se confunden con hechos reales en un intento de justificar el origen hispano y la conexión entre este y lo americano a través de la Atlántida.

El segundo capítulo se centra en la primera mitad del siglo XVII. Este período está marcado por la obra de José de Acosta, Historia natural y moral de las indias, conocida por la “defensa del origen asiático del poblamiento de América a través de un paso por el Norte” (p. 70); pero también de Juan de Mariana, con su obra Historiæ de rebus hispanæ (1592), cuyo canon estuvo vigente hasta bien entrado el siglo XIX. Es de destacar en este período la división de pensamiento entre aquellos que abogaban por la limpieza de sangre y el catolicismo como identidad hispánica y los que creían en la integración de todos los pueblos bajo la autoridad del rey, salvando así a los moriscos y judíos convertidos y justificando el origen hispano anterior a lo árabe. Otro de los personajes a destacar es Isaac de La-Peyrère y su “teoría preadamita” (p. 91) por la que “el comienzo de la humanidad no habría sido el tiempo de perfección primordial dibujado en el relato del Jardín del Edén, sino una existencia brutal, ignorante y violenta, marcada por el desgobierno y la falta de ley”, idea que marcó a pensadores posteriores.

Le sigue el tercer capítulo con una reflexión sobre la segunda mitad del siglo XVII. Aquí sobresale la figura de Palafox y su Juicio interior y secreto de la monarquía; para este autor, la monarquía española dio comienzo con los Reyes Católicos y llegó a su cima con Felipe II, produciéndose entonces la decadencia. Esta idea se aleja “de la visión ancestral del origen de la monarquía hispánica y del relato histórico asimilador que la hacía posible” (pp. 107-108). Esta visión, como también la que ofrecía Leo Frobenius –de los “círculos culturales”– en el capítulo VII (p. 268), nos parece que conecta con el pensamiento de Ibn Jaldún sobre los ciclos dinásticos en su famosa obra la Muqaddima, por lo que, quizás, se podría haber indagado sobre una posible influencia del autor tunecino en la historiografía presentada. La obra de Pellicer de Ossau, Población y lengua primitiva de España (1672) marcará “las tensiones entre renovación historiográfica y sostenimiento del relato histórico tradicional” (p. 111). Esta parte del siglo XVII también se caracterizó por el desarrollo de la moderna crítica bíblica, con autores como Richard Simon, y las historias naturales que hablaban de cambios y catástrofes ocurridos en la tierra.

Con el capítulo cuarto, llegamos a la Ilustración. El desarrollo de una literatura de viajes imaginaria, encabezada por las Cartas persas de Montesquieu (1721), llevaron a comparar diferentes sociedades. También encontramos la Histoire Naturelle générale et particulière de Buffon, cuyo objetivo era el análisis de la formación de la tierra, la descripción de los reinos animal y vegetal y del género humano. Aún así, todavía sigue estando presente el mito de la Atlántida, cuyos restos se llegan a identificar con Madeira y cuyo rey era Atlas, siendo además el pueblo más antiguo de África. Desde Francia, se considera a los españoles, pero también a los campesinos europeos o los carboneros alemanes, como perteneciendo a un mismo grupo junto a los pueblos africanos, los cuales están “en la periferia del ideal civilizado” (p. 138). Mallet da credibilidad a la existencia de la Atlántida, habría durado nueve mil años y se habría extendido hacia África y el sur de Europa, siendo sus restos las Islas Canarias y las Azores. África y España se van asociando “a una imagen de atraso y primitivismo que los situaba dentro de un catálogo de la diferencia y estimulaba un interés intervencionista” (p. 149). En España cabe destacar la obra de José Cadalso, Defensa de la nación española (1768), en respuesta a la visión hispana de Montesquieu en sus Cartas persas, la cual, al mismo tiempo, elogia el vínculo histórico entre el norte de África y España. Es una época en la que surge el interés por el estudio del pasado islámico en la Península y también una revisión hispana, en la que se niega el mito de la Antártida, con autores como Gregorio Mayans y Siscar, dando prioridad a los fenicios, aunque todavía no se abandona aquella idea.

Y llegamos al siglo XIX en el capítulo quinto. Le precede un período en el que vemos nacer academias de ciencias, se forman las conciencias nacionales –Revolución francesa en 1789, Declaración de independencia de EE.UU en 1776– frente al absolutismo, o la llegada de Napoleón a Egipto en 1798 y la publicación de la Description d’Égypte. Es de destacar la figura de Jean-Baptiste Bory de Saint-Vincent y su descripción del pueblo guanche quien, apoyándose en Homero, Platón y Plinio, defiende que las islas del Atlántico serían los restos de un continente que estuvo enclavado entre América, África y Europa, siendo el punto más elevado el monte Atlas, identificado con el Teide. Este mismo autor, presente en España durante la invasión napoleónica, considera este país como un territorio apartado de Europa. Otro personaje que merece la pena destacar es Domingo Badía y Leblich y su viaje a Marruecos en 1803.

España es dibujada por franceses e ingleses como un “territorio atrasado, aunque con un positivo potencial que señala el beneficio de una intervención inspirada en los principios ilustrados para asentar el camino hacia el progreso” (p. 179). Wilhelm von Humboldt emparentó en 1821 al vasco con la lengua hablada por los íberos, que procedían del Cáucaso. La ocupación francesa de Argelia en 1830 y la consiguiente penetración y estudio de las sociedades y lenguas va dando lugar a una diferenciación entre árabes y amaziges, remontando estos últimos a los atlantes, y situando a estos en un espacio comprendido entre el norte de África, las islas atlánticas y la región de Aquitania, lo cual emparentaba a franceses y amaziges y los separaba de los árabes. Echamos de menos en estos planteamientos lingüistas la mención a la creación del arabismo contemporáneo europeo y a la labor de Sacy como director de la Escuela de Lenguas Orientales, germen de lo que es hoy en día el INALCO(1). Hubiera sido interesante hacer mención también al famoso viaje del jerónimo Patricio de la Torre(2) a Marruecos, de mayor relevancia que el citado del franciscano José Antonio Banqueri (p. 173).

Los capítulos sexto y séptimo están dedicados enteramente a España. El primero de ellos se centra en la segunda mitad del siglo XIX. El parentesco ancestral entre el norte de África y España se aleja del relato bíblico y de la figura de Túbal, situando a los íberos como los primeros protagonistas (Historia general de España de Modesto Lafuente, 1850-1866). Echamos de menos en este apartado una presentación de la obra de Estébanez Calderón(3), en cuyo relato podemos encontrar algunos de los motivos de la Guerra de África. También de las embajadas enviadas a Argelia después de su ocupación en 1830 para copiar su intervención en Marruecos; estas dieron lugar a distintas obras como la de Pedro María del Castillo y Olivas, que plagió un manual de árabe argelino de Delaporte pretendiéndolo hacer pasar por árabe marroquí para que sirviera a las tropas españolas(4). En esta segunda mitad del siglo, aparecen en Europa distintas sociedades, con sus revistas de divulgación, dedicadas a estudios antropológicos y prehistóricos, como la Sociedad Antropológica Española (1865). Entre los estudiosos españoles sobresalió Francisco María Tubino, fundador de la Sociedad Antropológica de Sevilla y de la Sociedad Española de Historia Natural o Joaquín Costa, que creó la Asociación Española de Africanistas y Colonistas. De especial importancia para nuestro país fue la fundación de la Institución Libre de Enseñanza por parte, entre otros, de Giner de los Ríos y también la Sociedad Geográfica de Madrid (1876). Echamos de menos en el libro una referencia al Primer Congreso de Africanistas (1892-1893)(5), en donde el arabista español Almagro Cárdenas publica parte de los resultados lingüísticos de un viaje en el que formó parte de una embajada en 1881 a Marruecos(6). También echamos en falta la obra de Martínez Antonio(7) sobre la acción de médicos españoles en Marruecos en la segunda mitad del siglo XIX. Y, en la década de 1880, aparece la Historia Universal de Manuel Sales y Ferré que se basará en una “postura liberal, krausista y positivista” (p. 230-231), en donde, desde una perspectiva africanista, propone políticas regeneradoras que sitúen a España al nivel europeo. Siguen a esta obra, entre otras, la Historia general de España, de Antonio Cánovas del Castillo (1890) y Geología y protohistoria ibéricas, de Juan Vilanova y Piera y Juan de Dios de la Rada y Delgado (1890). Justo a finales del siglo, encontramos a dos intelectuales, Ganivet y Costa, figuras que encarnan la idea de que el “paradigma africanista –la idea de un origen común de peninsulares y africanos– no fue una simple formulación para justificar la intervención en el Magreb, sino un elemento fundamental para pensar –y actuar– internamente con respecto a lo hispano” (p. 237).

Con el capítulo séptimo da comienzo el siglo XX en España. La pérdida de las colonias de ultramar da pie a los regeneracionistas como Costa, Unamuno y Ganivet a cuestionar una posible intervención norteafricana. Aún así, la intervención se va a hacer efectiva en 1912, después de la firma del Tratado de Algeciras y las conversaciones hispanofrancesas. Se incentivan estudios de geología y biología y la Junta de Ampliación de Estudios financia viajes a Marruecos. Echamos en falta el trabajo africanista de algunos arabistas como Julián Ribera(8) o Maximiliano Alarcón y Santón(9), que se dedicaron marginalmente al estudio del árabe marroquí, al margen del interés por el pasado de al-Andalus que guiaba al arabismo español. En lo que se refiere a la Antropología, se seguirá en la línea de la identificación entre lo íbero y amazige, acentuando, como lo hicieron los franceses en Argelia y lo harían posteriormente en Marruecos, la separación entre los amaziges y los árabes. Cañete sitúa además el uso de la palabra “africanistas” por parte de los arabistas universitarios Ribera, Asín Palacios o García Gómez a partir de la publicación del libro De filología hispano-arábiga, obra de Guillermo Rittwagen (1909), en la que este criticaba a aquellos por centrarse en un árabe, el clásico, que poco servía para la intervención en Marruecos (p. 251). El autor afirma que “sea como fuere, el conocimiento africanista, a través de los trabajos geográficos, naturalistas y antropológicos e históricos, fue confirmando una visión de la hermandad de españoles y marroquíes que se adentraba en un pasado y un esplendor mucho más remoto que el de al-Andalus” (p. 252). Y así, vemos como surgen la Junta para el Estudio de la Historia y la Geografía de Marruecos (1916) o la Junta Superior de Monumentos Históricos y Artísticos de Marruecos (1919) y se publican obras como la Acción de España en África en los años 1930. La guerra civil española, pondrá de manifiesto cómo el paradigma africanista seguía vivo, ya que Franco “aludiría a la hermandad de marroquíes y españoles al desplegar en la península a las tropas de regulares llamadas a luchar contra el ateísmo republicano” (p. 259). El alemán Adolf Schulten publica su Historia de Numancia (1933) en la que considera a los íberos provenientes del norte de África antes del 2.000 a.C., llegando a identificar la ficción platónica de la Atlántida con Tartesos y vinculada con África. Julio Martín de Santa Olalla escribe su obra Esquema paleontológico de la Península Ibérica (1941), en la que anuncia “el hundimiento del mito africano que concedía papel creador exagerado y propagador de pueblos y culturas a África” (p. 277), siendo Julio Caro Baroja quien en Los pueblos de España (1946) certifica la poca consistencia de la hipótesis africanista acerca de la génesis étnica peninsular y Lionel Balout en la Préhistoire de l’Afrique du Nord (1955) quien revisa la cronología de la prehistoria norteafricana.

El autor concluye su trabajo con estas palabras: “El africanismo representa una visión del mundo, un paradigma, que condicionó tanto la propia identidad como la ordenación de las sociedades generada desde el mundo hispánico a lo largo de cinco siglos, así como las políticas concretas tanto en el exterior como en el interior de la península durante ese tiempo. Surge como el resultado del narcisismo, o ensimismamiento, que llevó a imaginar el origen de otras sociedades a través del relato de los orígenes acuñado en el arranque del proceso de construcción identitaria hispana en el siglo XV” (p. 286).

Este libro se ha de convertir en un manual de obligada consulta para el africanismo español entre los siglos XV y mediados del XX. La obra arroja conclusiones muy acertadas sobre la bibliografía, principalmente historiográfica, que recorre todo este período, mostrando cómo las bases que se asentaron en el siglo XV perduraron, maduraron y fueron evolucionando hasta su supuesta extinción, dejando una puerta abierta para continuar el análisis desde mediados del siglo XX hasta nuestros días.

Notas

(1) Sobre esto, cf. VERMEREN, Pierre, Misère de l’historiographie du « Maghreb » post-colonial 1962-2012, Paris, Publications de la Sorbonne, 2012.
(2) Sobre este autor, cf. JUSTEL CALABOZO, Braulio, El toledano Patricio de la Torre. Monje escurialense, arabista y vicecónsul en Tánger, Madrid, Ediciones Escurialenses, Real Monasterio de El Escorial, 1991; y MOSCOSO GARCÍA, Francisco (ed.), Vocabulista castellano arábigo compuesto y declarado en letra y lengua castellana por el M. R. P. Fr. Pedro de Alcalá del orden de San Gerónimo. Corregido, aumentado, y puesto en caracteres arábigos por el P. Fr. Patricio de la Torre de la misma orden, Bibliotecario, y Catedrático de la lengua Arábigo-erudita en el Rl. Monasterio de Sn. Lorenzo del Escorial, y profeso en él. Año de 1805, en Libros de las Islas 2, Cádiz, Editorial UCA y UCOPress, 2018.
(3) Cf. ESTÉBANEZ CALDERÓN, Serafín, Manual del oficial en Marruecos o cuadro geográfico, estadístico, histórico, político y militar de aquel imperio, Madrid, Imprenta de Ignacio Boix, 1844.
(4) Cf. MOSCOSO GARCÍA, Francisco, “El interés por el estudio del ‘árabe vulgar’ generado en torno a la guerra de África. El plagio de un patriota, Pedro María del Castillo y Olivas”, en Anaquel de Estudios Árabes 23 (2012), 109-129 (doi: https://doi.org/10.5209/rev_ANQE.2012.v23.39699).
(5) Cf. Actas y Memorias del Primer Congreso Español de Africanistas celebrado en Granada con motivo y en conmemoración del IV Centenario del Descubrimiento de América por iniciativa de la Unión Hispano-Mauritánica, a la que sigue una reseña descriptiva de la Exposición Morisca efectuada para servir de ilustración al mencionado congreso, Granada: Tipografía del Hospital de Santa Ana, 1894.
(6) Cf. GÁMEZ, María, MOSCOSO, Francisco & ROMÁN, Lucía, “Una gramática y un léxico de árabe marroquí escritos por Antonio Almagro Cárdenas en 1881”, en al-Andalus-Magreb 8-9 (2000-2001), 241-272.
(7) MARTÍNEZ ANTONIO, Francisco J., Intimidades de Marruecos. Miradas y reflexiones de médicos españoles sobre la realidad marroquí a finales del siglo XIX, Madrid, Miraguano Ediciones, 2009.
(8) Cf. MARÍN, Manuela et al., Los epistolarios de Julián Ribera Tarragó y Miguel Asín Palacios, Madrid, CSIC, 2009.
(9) Quien disfrutó de una beca de la Junta de Ampliación de Estudios. Puede verse el prólogo de Manuela Marín, “Vida y obra de Maximiliano Agustín Alarcón y Santón (1880-1933)”, 12-93, de la reedición (Instituto de Estudios Albacetenses “Don Juan Manuel”, Diputación de Albacete, 2010) de la obra de este autor: Lámpara de los príncipes por Abubéquer de Tortosa. Traducción española de Maximiliano Alarcón, catedrático de lengua arábiga de la Universidad de Barcelona, Madrid, Instituto de Valencia Don Juan, 1930.


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